http://www1.yadvashem.org/yv/es/holocaust/about/03/daily_life_gallery.asp
Estábamos temblando de frío, aunque mi taza contenía un líquido caliente que supuse que era agua. La ropa que mi madre nos dejó cuando nos trajo mientras dormíamos en la acera apenas abrigaba, y el gorro estaba hecho jirones. Mi hermana lloraba en silencio y yo me quedé sentado en el suelo, mirando atentamente a las personas que pasaban, para ver si se daban cuenta de nuestra situación. Pero eso sólo servía para estar allí más tiempo. Nadie en Varsovia en nuestros tiempos se para a preguntar a dos niños en la acera si necesitan ayuda. Nadie se preocupa por nosotros, porque saben que hay un montón de niños más en nuestra situación, abandonados por sus padres que no pueden con la economía familiar. Así que cogí a mi hermana del la mano y comenzamos a deambular por la ciudad.
Varsovia era una ciudad ajetreada, la gente iba de acá para allá en el mercado. El mercado era un lugar perfecto para conseguir algo de dinero. A pesar de mi corta edad me ofrecí en varios comercios como ayudante, me cogieron en un pequeño puesto de verduras. La variedad no era muy escasa, la verdad, había coles, rábanos y remolachas, nada del otro mundo. Me dio un cesto y me dijo que al final de la jornada le llevara las ganancias. Y allá fui, por las calles con un cesto de hortalizas, con mi hermana cogida de la mano. No se vendían muy bien, pero al final del día quedaron tres coles y dos remolachas. Volví de la venta con un saquito lleno de monedas, y de todas aquellas me quedé con unas diez, lo justo para comprar algo para cenar mi hermana y yo.
Pasaban los días, y yo seguía vendiendo verduras, pero cada vez me daban menos monedas, y mi hermana cayó enferma. Le di mi propia comida, le proporcioné agua y le dejé mi parte de periódico sobre el que dormía, pero no mejoraba. Al cabo de una semana, cuando fui a despertarla, no me respondió. La agité y comencé a llorar, porque ya sabía lo que le había pasado. ¿Y qué hacía yo ahora con ella? Me encaminé con ella envuelta en una sábana a una montaña cercana en la que solíamos jugar cuando vivíamos con nuestros padres. Cavé un hoyo todo lo profundo que me permitieron mis brazos, y la enterré allí. Estaba ya caminando por el sendero cuando, de repente, oí un sonido muy fuerte. No venía de muy lejos, así que fui escondido por los arbustos hasta que oí que el ruido aumentaba. Tras un rato allí, comenzaron a sonar gritos suplicando piedad, y otra vez el sonido fuerte. Estaban fusilando a unos hombres que según decían no habían hecho nada. Tenía que hacer algo, no podía quedarme con los brazos cruzados.
Me fié de lo afilada que estuviera mi navaja y salí a todo correr de mi escondrijo, sigilosamente. Los hombres que mataban no se dieron cuenta, y por suerte yo estaba a su espalda. Caminé de puntillas detrás los hombres y me abalancé sobre uno de ellos, y le clavé la navaja en el cuello. Pronto brotó un chorro de sangre, lo había matado. El otro se dio cuenta de que yo andaba por allí, y me apuntó con su arma. Entonces, los tres hombres que aún no habían muerto atacaron por detrás a mi agresor. Comenzaron a pegarle, y le dejaron inconsciente. Era el momento de huir, y de no dejar pistas por la cuenta que nos traía a los cuatro. Me llevaron a una cueva y me agradecieron una y mil veces que les hubiese salvado la vida, aunque si lo miramos bien, no me debían nada, ellos también me habían salvado la vida. Ahora no nos podíamos dejar ver por las calles de Varsovia, si veían a los hombres los identificaría alguno de los que mataban, y si me veían con ellos automáticamente sería fusilado. Así que nos fuimos de la ciudad. Fuimos de aquí a allí por Polonia, con un destino incierto, sin saber exactamente dónde íbamos, pero seguros de que si nos dejábamos ver, moriríamos como mueren las hormigas cuando las quemas como una lupa: dolorosamente.
ROSALIA 3º ESO
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