Nos vinieron a buscar y nos dijeron que debíamos abandonar nuestro hogar. Mi madre comenzó a llorar y mi padre trataba de consolarla mientras los soldados abandonaban nuestra casa. Me apresuré a coger mis juguetes, no estaba dispuesta a dejar mis muñecas allí abandonadas.
Supuse que nos iríamos a otra casa, más bonita y grande, donde Mikulas e Israel tendrían suficiente espacio para jugar al balón y Helena y yo podríamos tener una habitación para nosotras y llena de muñecas. Papá llenó una bolsa de ropa y mamá cogió aquella bonita cadena que le había dejado su madre antes de morir y se la puso. Eran pocas nuestras pertenencias por lo que no salimos muy cargados de casa. Al llegar a la calle vimos que la familia de mi amiga Erika también estaba allí fuera y se arrimaron a nosotros durante el camino.
Yo solo pensaba en la casa que nos esperaba después del largo trayecto caminando, donde habría una gran chimenea que nos calentara y mamá tendría una gran cocina para prepararlos la comida que tanto le gusta cocinar y papá podría leer en el gran sofá de orejas que habría junto a la chimenea mientras nosotros jugábamos al escondite por toda la casa. También creí que a Erika le esperaba una casa así y que jugaríamos juntas un día en su casa y otro en la mía y tomaríamos las ricas meriendas que prepara su madre.
Papá llevaba su sombrero, ese que solo se ponía los domingos porque eran días importantes en los que no tenía que trabajar y yo me había puesto un bonito vestido para que, cuando llegáramos, la gente viera que teníamos buenas ropas.
Poco a poco me di cuenta de la gran cantidad de gente que caminaba hacia su nueva casa, ¿habría casas para todos? Supuse que sí, aunque si eran grandes no me importaría compartirla con Erika y así no tendríamos que visitarnos y podríamos estar siempre juntas.
Mis padres estaban preocupados, se les veía en la cara y yo no sabía porque. A medida que nuestro viaje avanzaba vi que mucha de la gente que caminaba con nosotros estaba triste, y algunas mujeres lloraban buscando consuelo en sus maridos.
Todos éramos judíos, eso si que era raro, pero bueno, igual querían que estuviéramos todos juntos. El viaje avanzaba y cada vez me sentía más cansada y mis hermanos también. Me preguntaba cuando acabaría todo pero nadie tenía la respuesta a esa pregunta. Todos nos preguntábamos lo mismo y ninguno sabía cuál sería el fin del largo viaje que habíamos emprendido.
Seguíamos y seguíamos sin parar, sin percibir nada que nos diera a entender que quedaba poco y que pronto empezaríamos una nueva vida en un nuevo lugar lleno de nuevas cosas pero mejores que las que teníamos.
Lo que nadie se esperaba es que nuestro viaje acabara así: con todos nosotros en una fosa común.
Iciar Rodríguez
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