Me llamo Batiá y resido en Hungría. Vivo con mi hijo Aarón y mi marido Abish en una humilde casa en Dunaszherdahely. Todo transcurría en calma hasta que empezaron las revueltas contra nosotros, los judíos. Nos insultan, cierran nuestras tiendas o prohíben a la gente que compre en ellas, nos marginan del resto de la población, o nos mandan a vivir a lo que ellos llaman “Campo de concentración”, donde se trabaja duro para ganar comida, aunque a mi me resultan un tanto sospechosos, ya que nadie que se ha marchado allí ha regresado. Os voy a contar mi historia, que podría ser una historia de cualquier judío de mi época.
“Un día me desperté entre alaridos y golpes violentos. Segundos después corrí hasta la habitación de mi hijo y lo encontré llorando, escondido bajo las sábanas. Hice un esfuerzo porque mi cara no mostrase el temor que sentía y le consolé diciéndole: ‘No pasará nada, cálmate, papá lo arreglará todo’. En ese mismo instante oí la voz de Abish, seguida de un grito de lo que debía ser un soldado, y de un tiro, y supe que ya no podría hacer nada, pero aún así le volví a mentir: ‘Todo esto acabará pronto, cariño, tranquilízate’. Unos soldados entraron en la habitación y gritaron: ‘¡Fuera! ¡Rápido!’. Todo lo demás sucedió con tal precipitación que no me dio tiempo a sentir pena por mi esposo. En tan solo un instante nos vimos envueltos en una muchedumbre de judíos que avanzaba hacia un tren. Aarón se aferraba a mi mano y de repente un soldado me lo arrebató y lo metió en un vagón distinto. Yo grité, y noté algo apoyado en mi nuca, me di la vuelta, y un rifle me apuntaba directamente a la cara. Opté por callarme, pero en ese mismo momento, supe con certeza que las cosas no eran como nos las pintaban, y que no duraría mucho en el sitio a donde nos dirigíamos”.
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