Recuerdo la noche en que unos golpes intercedieron en mi profundo aunque no tranquilo sueño. Conmigo dormía mi hermano y los dos pudimos oír el disparo y los gritos de mi madre. De repente dos hombres robustos entraron en la habitación y nos sacaron de allí. En el trayecto hasta la calle pude ver a mi padre tendido en el suelo y pequeñas gotas brotaron de mis ojos. Los hombres nos llevaron hasta un coche y nos trasladaron hasta la estación a las afueras de la ciudad. Durante el viaje, que se me hizo eterno, contemplé el uniforme de aquellos que yo suponía que habían matado a mi padre. Ví sus armas, sus gorras y un escudo que hizo que en mi cuerpo brotase el miedo. Me vino a la memoria una historia que mi padre me había contado, recuerdo que me dijo que era una época muy mala para nosotros, que éramos judíos. Hitler, un alemán, había propuesto acabar con nosotros. Y sé que le pregunté: pero papá ¿hemos hecho algo malo? Y me respondió: no hija, no hemos hecho nada, pero lo que sí que vas a hacer tu si nos pasa algo a tu madre o a mi es no tener miedo y no avergonzarte de lo que eres, eso nunca lo hagas.
También me sobró el tiempo para contemplar la ciudad: edificios derribados y soldados con el mismo escudo por todas las calles.
Al fín llegamos a la estación y mi sorpresa fue ver a miles y miles de personas con la misma estrella que yo en la ropa. Ví dos trenes enormes y rápidamente mi madre y yo entramos en uno de ellos mientras mi hermano se lo llevaron. En el largo viaje mi madre no paró de llorar y yo no entendía nada, tenía mucho frío, sed y hambre y echaba en falta a mi hermano.
Por fín, después de un viaje infinito, llegamos a un extraño lugar, rodeado por alambreras y donde sólo había mujeres con el mismo traje, sin pelo y con números diferentes que les servian de "nombre", otra forma de quitarle dignidad y corazón al ser humano. Esa noche no dormí con mi madre, según me dijo una señora muy amable, la habían trasladado a un barracón diferente del mío.
A la mañana siguiente la busqué desesperadamente, pero no estaba por ningún sitio. La gente hablaba sobre supuestas duchas en las que te metían y de las que no salías.
Un día tras otro en ese terrible lugar... ¡era horrible!.
Hacía meses que no sabía de la existencia de mi madre y mi hermano, digo meses porque en realidad había perdido la noción del tiempo; cada noche tenía más frío y por el día me trasladaban a una especie de médico que me hacía cosas horribles. Y así trascurrieron mis 4 años en Auswitch, mi rutina era un laboratorio, un duro campo de trabajo y duras enfermedades que superar.
Ahora me siento con suficientes fuerzas como para hablar de ello. Después de mi mala suerte he sido afortunada de sobrevivir a un campo de concentración, porque aún puedo recordar caras que cuando empezaban a resultarme familiares de repente dejaban de existir. Ahora me doy cuenta del valor que tiene mi vida. También veo la falta de valores y sensibilidad que tenían aquellos malditos soldados. Para ellos una vida no tenía importancia; jugaban con ellas.
Todavía puedo recordar mi barracón, mi “dulce hogar”. Muchas de las mujeres que vivían allí lo describían como algo inhumano y despreciable, pero mi opinión es que no sólo mi barracón sino el resto de ellos eran una especie de nidos, nidos de dolor y sufrimiento, de sueños que nunca llegarían a conseguirse, de lágrimas y lloros... Sin embargo gracias a la ilusión de vivir que mis padres me transmitieron, fui capaz de recuperar mi vida pensando cada día que el día siguiente incluso tendría más ganas de vivir. Estoy seguro que ese fue mi principal pilar para seguir adelante y poder reencontrarme con mi hermano.
Doy gracias por poder tener mi conciencia totalmente tranquila y por el don de poder llegar donde me lo proponga. De verás, Dios, gracias por dejarme volver a nacer.
CARLOTA 4º ESO
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